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Pedregalejo, 5:40 pm. Normalmente me intimidan los chicos q..

Pedregalejo, 5:40 pm.

Normalmente me intimidan los chicos que hacen calistenia en el gimnasio de la playa. Primero, porque están mucho más fornidos que yo, que apenas estoy empezando. Segundo, porque tienen su especie de club, de gancho entre ellos, donde uno pareciera nunca encajar. Pero igual, no me detiene: yo voy, hago ejercicios, los saludo, y poco a poco los voy identificando. Con el pasar de los días me doy cuenta que no son como lo pensaba: son más relajados y sueltos de lo que pensé hasta el punto que, sin notarlo, fui forjando una especie de colegueo en el lugar.

Un día, extrañamente, uno de ellos me dijo que entrenaríamos juntos, algo raro, especialmente ahora en pandemia. Pero al ser el primero que lo pedía, acepté. Un sujeto mayor, de unos 40-50 años, fornido, con una barba poblada y buena onda. No podía -como me pasaba con la mayoría de los del sitio- notar que se le marcaba el paquete en su sudadera suelta. He llegado a pensar que los españoles son exhibicionistas y pervertidos, más que yo. Que les gusta, así sean heterosexuales, mostrar la línea de la verga, que se note que tienen guevos, que el capullo se les marque. Se los agarran, se meten la mano en los boxer; de hecho, nos la agarramos porque soy culpable de hacer lo mismo. Es lo más similar de hacer cortejo en un sitio de cruising. Es como si fueran a comprar la sudadera más fina y elástica posible, para retar a sus amigos de forma invisible a un concurso de hombría sin que haya ganador claro.

Después de dos horas, me ha pedido el teléfono. Según él, para estar en contacto. Según yo, que me podía oler las intensiones del sujeto, para pasar a un coqueteo. Pero, ¿seré acaso muy iluso para llegar a pensar que eso sucediera? En tres semanas entrenando ahí, no sucede tal cosa. Nunca sucede. Es algo de películas porno, que está más en las fantasías que en la realidad. Sorprendemente, esa noche, no hablamos más. No hubo morbo, ni nada de esos pajazos mentales que uno se echa fantaseando con los manes que conoce en un parque o en un bar.

Pero claro, cada día tiene su afán.

- Hola Dan, ¿hoy irás al gimnasio?
- Hey. Sí, creo que si. Iré antes de almorzar.
- ¿Te parece si vamos juntos?

Extraño mensaje pensé. Pero bueno, se supone que no vivía lejos del sitio, así que me quedaba en la ruta. Mientras caminaba, paso a paso, la conversación subía. "¿Tienes novia?", no, respondía. "¿Y tu?", la tuve hace unos años, respondió.

- ¿Entonces soltero parce? Usted ya debe ser papá y todo.
- No tanto papá, pero más o menos un daddy.

Y se rió. En ese momento, me paro en las esquina, y como con nervios, miro hacia ambos lados. Me recuesto a una de las paredes, creo que de un banco, como para evitar que alguien intruso desde atrás lea la conversación. ¿No les pasa? ¿No sienten que cuando un chat sube de tono, uno busca un rincón para simplemente dejarse llevar por el morbo? Más cuando, debajo de mi sudadera, mi verga se estaba poniendo dura, cuando podía sentir que escurría algo de precum en los brief, pero con esa tonta culpa infundada que uno no puede tener sexo o pajearse antes de entrenar. Pero, ¿cual sexo? Una mitad decía que este era solamente un heterosexual de estos juguetones típicos, machos de gimnasio de calle que solo quieren joder y la otra mitad que ...bueno, que solamente quería jugar.

- "¿Quieres ir a entrenar, daddy?", le respondí. Con ese emoji de risa, botando lágrimas, como para hacer pasar el comentario de broma en caso que mi otra mitad no tuviera razón.
- "Bueno, las órdenes las doy yo", respondió. Acto seguido, un marcador de un mapa de ubicación.

Yo estaba que me masturbaba en la calle, pero nervioso a la vez. No quería pensar que esto era una trampa, pero mi intuición me decía que debía simplemente seguir las órdenes. Y las ordenes eran claras: timbraba, subía, me desnudaba, pasaba a su cuarto y chupaba. Así de claro. No hablábamos, no había saludo. Se supone que todo estaba ya hablado: que no podíamos ir a entrenar sin que uno tuviera la leche del otro.

Tal cual como lo había dicho, después de abrir el ascensor, la puerta de su piso estaba entreabierta. La sala, vacía, no parecía haber nadie ahí. Pero soy obediente, al menos eso había quedado claro en la conversación y en un abrir y cerrar de ojos, toda mi ropa quedó en el suelo. Caminé hasta su cuarto y ahí estaba: él, desnudo, en su cama; la ropa de entrene estaba aun tirada en una silla y se notaba que era cuestión de un minuto para vestirse y salir. Pero en su mano sostenía su verga, la misma que se movía y se amasaba en la playa como todos los manes que van a ella, solamente que él sabía para que usarla y para qué usarme.

Pero existe un problema: si a mi me dicen mamar, yo hago absolutamente todo. No me bastaba con tener su verga entre mis labios, tenía que hacerle entender que también podía abrirle el culo a punta de lengua, a pesar que muchos manes, ya de su edad y después de tener experiencias heterosexuales en el pasado, pareciera molestarles que alguien se "sobrepasara" más allá de los límites de su control. No fue sino cuestión de minutos cuando me vi comiendole el culo, lengua a lengua, escupiéndole, abriéndolo, dejándole entender que así me diera órdenes, aun yo podía tener algo de control.

Y fue entonces cuando vino la última orden. Sin palabras asentó. Yo asenté también. Sabíamos que estábamos seguros, que tomábamos aquella medicina con rigor. Sin vacilar, sostuvo sus piernas en el aire y de un solo golpe, empecé a enterrársela ahí mismo. Centímetro a centímetro, mientras me miraba con la misma carga de complicidad que nos mirábamos los manes en el gimnasio de la playa. Haciéndole saber también, que podía abrirle el culo, como si ese fuera el entrenamiento de ese día que evidentemente ya no iba a suceder. Subiendo la velocidad. Escupiéndole la cara. Sosteniéndole los brazos. Mirándole, haciéndole saber que si continuaba, podría simplemente reventarlo el leche.

En apenas unos segundos, mi verga salía de él bañada en leche. ¿Para qué iba a entrenar ese día? Ya había perdido la intimidación.

Días después quedamos por una cerveza. Le pregunté, de frente, por qué se había atrevido ese día a pedirme el teléfono. "No todos se tocan los guevos así" y se cagó de risa. Al final, el pervertido siempre seré yo.

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